29 de octubre de 2010

Un fino hilo de seda


En 2008, la compañía de El Colegio del Cuerpo tuvo el privilegio de actuar en Tokio y de conocer al creador de la danza butoh Kazuo Ohno.
El director Álvaro Restrepo recuerda el encuentro para El Espectador. 



En el marco de la celebración de los 100 años de relaciones diplomáticas entre Japón y Colombia, frente a algunos miembros de la familia imperial japonesa e invitados especiales de la Embajada de Colombia, en el teatro Rikokan, la compañía de El Colegio del Cuerpo (integrada por bailarines cartageneros y algunos japoneses reclutados en Tokio) interpretó: El Cuarteto para el Fin del Cuerpo, basado en la música del gran compositor francés Olivier Messia.
 El día de nuestra segunda actuación, pocos minutos antes de salir a escena, un empleado del teatro nos traía un hermoso ramo de flores… ¿Flores en Tokio? ¿De quién? No conocíamos a nadie en Tokio, ya que era la primera vez que actuábamos en esta ciudad. En un pequeño sobre, oculto entre las flores, dos tarjetas: una de Kazuo Ohno y la otra de Yoshito Ohno. ¿Es posible? ¿Flores enviadas a una desconocida compañía colombiana por unas leyendas vivas como Kazuo Ohno y su hijo?
La última vez que había tenido noticias del gran Kazuo, iniciador, junto a Tatsumi Hijikata, de la danza butoh (la danza de las tinieblas post-Hiroshima), tenía al menos 95 años... No se me había cruzado en la mente la posibilidad de conocerlo. Había intentado, eso sí, contactar a Ushio Amagatsu, director de Sankai Juku, la compañía butoh que varias veces embrujó a Bogotá en el Festival Iberoamericano, pero andaban de gira.
Pregunté si estaban en el teatro, pero me dijeron que no habían podido asistir. Sin embargo, en un gesto de cortesía —muy japonés— habían querido honrarnos, ya que les habían hablado bien de nuestro trabajo, y querían desearnos suerte. Al día siguiente, a primera hora, llamé ilusionado al número de teléfono de la tarjeta y hablé con un gentilísimo Yoshito Ohno, quien nos invitó a su casa en Yokohama, a una hora de Tokio en tren.
En la estación nos esperaba Seiji Tanaka, joven bailarín y fotógrafo, asistente y discípulo de Yoshito, quien nos condujo a la modesta casa del maestro en la parte alta de la ciudad. Nos recibió con amabilidad Yoshito, un hombre menudo de unos 70 años, de una gran elegancia y dignidad, quien de inmediato nos condujo a una habitación contigua a la cocina donde yacía, en una cama de hospital, el gran Kazuo Ohno, el Maestro, su padre, con sus 103 años a cuestas, conectado a un respirador, la boca abierta y sus dos míticas manos gigantescas cruzadas sobre el pecho.
 “Voy a despertarlo… —nos dijo Yoshito—, pueden hablarle y tocarlo… él los escucha…”. Se dirigió a la cocina y desde allí encendió un equipo de música: esperaba alguna melodía japonesa tradicional pero, para nuestra sorpresa: Elvis Presley: Love me tenderly.
Kazuo Ohno reaccionó y pareció regresar del otro extremo del túnel y, por unos instantes, movió delicadamente sus manos y sus dedos, como si tocara un instrumento invisible con unos finos hilos de seda y emitió unos extraños gemidos. Con reverencia y extremo pudor, animado por Yoshito, tomé sus manos y le agradecí por haber sido el ser extraordinario que había sido —y que aún era— y por su danza poética… única… eterna.
Como los onnagatas del teatro Noh (actores que se especializan en roles femeninos), Kazuo Ohno casi siempre, profundamente ligado a la imagen y a la memoria de su madre idolatrada, encarnó mujeres:
La Argentina, gran bailarina de flamenco quien lo influenció profundamente, amiga de García Lorca, geishas atemporales, insectos, seres andróginos que mezclaban en su esencia el Oriente y el Occidente, la muerte y la vida, el espacio interior del cuerpo y el tiempo como materia, como el río en el que estamos sumergidos inevitablemente. Y siempre acompañado por la presencia de Yoshito, su hijo, como una especie de álter ego, una sombra, un espectro, un eco renovado de su sobrecogedora presencia escénica.
Al salir de la habitación de Kazuo sensei (maestro), nos esperaba en la mesa de la cocina una deliciosa cena, preparada con el primor y la sofisticación de la que sólo son capaces los japoneses.
Luego nos condujo al estudio de danza. Allí sacó una inquietante marioneta mexicana que representaba a su padre y, al compás de El Sueño de Amor de Liszt, Yoshito —con lágrimas en los ojos— puso a bailar en el aire a un Kazuo Ohno diminuto, regalándonos un momento de gracia y de poesía que nunca podré borrar de mi mente.
Acto seguido, poseído por la emoción y la gratitud, propuse danzar en su honor uno de mis solos: Divertimento trágico sobre el Capítulo 68 de Rayuela. Él también lo recibió agradecido, ofreciéndonos después regalos: libros y afiches con dedicatorias, videos. Seiji Tanaka nos obsequió también una imagen histórica: en ella se ve a Pina Bausch besando con fervor a Kazuo Ohno en el año 2003… ¡Quién habría podido pensar que Pina se iría de este mundo antes que Kazuo!
Al salir, nos despedimos emocionados, con la promesa de volvernos a ver luego del viaje que emprendería a Nara y Kyoto. Apenas regresé a Tokio, llamé a Yoshito y me dijo que justamente ese día bailaba en la Universidad de Tokio y que le encantaría que asistiera.
Se trataba de un encuentro académico con historiadores del butoh y críticos de danza. Ese día, Yoshito bailó un hermosísimo solo con una extraña máscara de hipocampo, y luego danzó Kazuo Ohno-marioneta en las manos de su hijo. Cuando ya iba a finalizar el evento, Yoshito me pidió públicamente que bailara mi Divertimento Trágico; recibí esta invitación como un honor y como un regalo de la vida.
El fino hilo de seda que aún unía a Kazuo Ohno/Tiempo con su cuerpo se rompió el 1 de junio de este año. Sin saberlo, habíamos ido a Tokio con El Colegio del Cuerpo a bailar el Fin del Cuerpo sobre la música del Fin del Tiempo (como un homenaje inconsciente a Kazuo Ohno). Sin saberlo, habíamos ido al encuentro de un bailarín que supo hacer de su decrepitud, de su cuerpo-tiempo, una obra de arte. Desde Cartagena hasta Yokohama, flores. Flores para Kazuo y Yoshito.

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