2 de noviembre de 2010

El fuego y los libros


En maniobra distractora, los romanos incendiaron sus propias naves, pero el fuego se extendió a la Biblioteca, que estaba cerca del muelle. Ardieron centenares de miles de volúmenes y objetos de arte. En medio de la conflagración, Teodoto, tutor de Ptolomeo Dionisio, el pequeño Faraón, corrió a avisarle al Emperador de Roma: “¡César —le dijo—, está ardiendo la memoria de la humanidad!”. Viejo y desencantado, harto de glorias y traiciones, Julio César lo miró desde la cima de sus 54 años: “Déjala que arda, es una memoria de infamias”.
Para consolar a Cleopatra, Marco Antonio le regaló la Biblioteca de Pérgamo, cuyos libros estaban escritos por vez primera en pergamino, y Augusto la indemnizó con 200 mil volúmenes de la Biblioteca del Capitolio.
El segundo golpe vino de Oriente. En el siglo VII los ejércitos del Islam entraron a saco en Alejandría. Omar entró a la Biblioteca, recorrió los pasillos que separaban los atiborrados estantes, vio con ojos de animal los rollos y los códices, y ordenó prender fuego al edificio. Era el Califa y uno de los hombres más poderosos del mundo pero no sabía leer. Sus oficiales protestaron la orden. Omar los desarmó con un dilema brillante: “Si estos libros difieren del Corán, son falsos; si coinciden, son superfluos”.
Víctor Hugo trazó el perfil de Omar en un párrafo de su Shakespeare:
“En el siglo VII un hombre montado en un camello y acurrucado entre dos sacos, uno de higos y otro de trigo, entró en Alejandría. Estos dos sacos, y por añadidura un plato de madera, constituían todas sus riquezas. Este hombre sólo se sentaba en el suelo, y no se alimentaba más que de pan y de agua. Había conquistado la mitad del Asia y del África. Había asaltado o quemado ciudades, aldeas, fortalezas y castillos. Había destruido cuatro mil templos paganos o cristianos. Había edificado mil cuatrocientas mezquitas. Había vencido a Izdeger, Rey de Persia, y a Heraclio, emperador de Oriente. Este hombre se llamaba Omar y quemó la Biblioteca de Alejandría”. Y no dice más. Hugo despacha la tragedia en pocas líneas. Se parece a Cervantes, que nos da la muerte del Quijote en dos frases. Tal vez así es como deben tratarse los asuntos dolorosos.  

Por Julio Cesar Londoño

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